Tiene que cambiar nuestra forma de vivir
Publicado por Movimiento Apostólico Seglar el 10 de diciembre de 2008 +información-->
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Tiene que cambiar nuestra forma de vivir

José María Castillo (Teólogo)

No esperemos que baje el petróleo. No esperemos que bajen los precios No esperemos que los tipos de interés reduzcan el Euríbor. No esperamos, por tanto, que las hipotecas resulten más soportables. No esperemos que suban los jornales. Y las pensiones. Y que la bolsa se ponga por las nubes y todos los inversores se forren de nuevo, como se han forrado en los últimos años. No esperemos que los mileuristas se conviertan, de la noche a la mañana, en dosmileuristas. No esperemos que se acaben las huelgas. Ni que la Madre Teresa de Calcuta resucite y sea nombrada presidenta del Banco Mundial.

No esperemos nada de eso. Porque en nada de eso está la raíz del problema económico que a todos nos trae de cabeza. Las malas noticias económicas, que cada día nos traen los periódicos, no son sino la punta del iceberg cuya inmensa profundidad se nos oculta. Es más, yo me pregunto si no nos conviene a todos este zamarreón económico que estamos recibiendo. A ver si, de una puñetera vez, nos enteramos de que la crisis económica, que a unos preocupa y a otros angustia, empieza a ser el final de una época y comienza a ser el inicio de otra.

Me explico. La economía, la política, la vida en general, en el mundo entero, se ha organizado de forma que un 20 % de la población mundial consume el 80 % de los bienes de uso y consumo que se producen en todo el planeta, mientras que el 80% de los habitantes de la tierra se tiene que contentar con el 20 % de lo que se produce en todo el mundo. Este dato global, con todas las precisiones y matizaciones que necesite, no sólo es incontestable, sino que se agrava, de forma irritante y escandalosa, en los casos límite, tanto por arriba (los más ricos) como por abajo (los más pobres).

Teniendo en cuenta que, en el caso de los pobres, la situación es tan espantosa que, ahora mismo, son más de 850 millones los seres humanos que tienen que vivir con menos de un dólar al día. O sea, en este momento hay cerca de mil millones de criaturas abocadas a una muerte temprana y criminal. Porque el hambre no espera. El hambre mata. Y mata pronto, de la forma más humillante y cruel que se puede asesinar en este mundo.

¿Por qué no se le pone solución a este estado de cosas? Hace unos días, en la cumbre de la FAO, celebrada en Roma, se han reunido más de 130 presidentes de gobierno de todo el mundo. Y no han llegado a ninguna conclusión eficaz. Se dice que falta voluntad política. Y es verdad. Pero eso no es toda la verdad. Porque el fondo del asunto está en que los políticos de los países ricos (caso de España) tienen que gobernar a millones de ciudadanos que nos hemos acostumbrado a una forma de vivir, en un nivel de gastos, de comodidades y, en no pocos casos, de despilfarro, que no estamos dispuestos a dejar, ni a ceder, por nada del mundo. En tales condiciones, las posibilidades de cambio económico que les quedan a los políticos son muy reducidas. El gobernante que quiere gobernar a gente así, no tiene más remedio que contentar a sus votantes, en la medida de lo posible. Somos, pues, nosotros, los ciudadanos los que limitamos la voluntad política de quienes nos gobiernan.

Por otra parte, hay que hacerse el cuerpo a que el mundo ha tomado un giro nuevo que no tiene vuelta atrás. Mientras los pobres del mundo se han limitado a sobrevivir como podían, nosotros hemos podido vivir de bien en mejor, hasta llegar al lujo y al despilfarro en muchos casos. Pero eso se está acabando. Porque más de mil millones de chinos y cerca del mil millones de indios han dicho que basta ya de supervivencia. Y quieren vivir como nosotros. Ahora bien, el mundo no da para tanto. Porque carece de fuentes de energía para satisfacer la inagotable apetencia de consumo, de lujo y despilfarro que necesitamos los más de seis mil millones de habitantes que tiene el plantea.

Si los seis mil millones se empeñan en vivir como se vive en España, es seguro que no hay para todos. Nuestro nivel de vida no es aplicable al mundo entero. Y conste que el problema no está ni en el egoísmo de los ciudadanos ni en la cobardía de los políticos. El problema está en el sistema. Un sistema que, para perpetuarse y crecer, tiene que ser a base de meterle en la cabeza a la gente que “felicidad” es igual a “consumo”. Y que, por tanto, a más consumo más felicidad. Pero felicidad sólo para los que vivimos en los países ricos. Porque así lo impone la lógica del sistema. Esto es lo que hay que cambiar. Los países pobres no necesitan limosnas. Lo que necesitan son inversores que produzcan riqueza. El día que se acaben los privilegios productivos y comerciales de los grandes empezaran a mejorar los chicos. Y todos nos iremos igualando. Habrá menos lujo y menos despilfarro, pero más humanidad.

Hay que cambiar la mentalidad y la forma de vivir. No es verdad que “felicidad” es igual a “consumo”. La felicidad no depende de las “cosas” que se tienen, sino de las “personas” que nos acompañan, que nos respetan, que nos toleran, que nos quieren. “Felicidad” es igual a “convivencia” respetuosa, tolerante, grata, cordial. Está demostrado que la gente no se siente más feliz cuando gana más dinero, sino cuando gana más dinero que el vecino o el compañero de trabajo. Es urgente re-orientar la productividad y el comercio en función, no de los caprichos que impone el lujo, el despilfarro, la vanidad infantil o la prepotencia de algunos, sino con vistas a cubrir las necesidades de todos.

La crisis: ha sido necesario el escándalo

José Mª Castillo (Teólogo)

No sabemos lo que va a durar la crisis económica. Ni sabemos las consecuencias que puede tener

Lo que sí sabemos es que han sido tantos y tales los escándalos, que las cosas han llegado a donde tenían que llegar. Exactamente a donde estamos: a una situación de inseguridad y miedo que nadie sabe en qué puede terminar.

No es bueno que, en estas condiciones, cunda el pánico. Mal servicio nos hacen los políticos y los medios que se dedican a asustar a la gente, anunciando que el apocalipsis definitivo está a la vuelta de la esquina. Cuando el miedo invade a la población, pueden ocurrir cosas que no imaginamos, que a todos nos hacen daño. Porque, en situaciones así, no manda la cabeza, sino los fantasmas que cada cual se imagina. No es bueno que cunda el pánico.

Sin embargo, lo que a todos nos conviene es pensar muy en serio por qué hemos llegado a esta situación. No me refiero a las explicaciones que nos pueden dar los economistas, los empresarios y los políticos. Todo lo que nos puedan decir los que saben de verdad de qué va el asunto, por supuesto nos conviene. Pero yo me refiero a algo más sencillo y, al mismo tiempo, más hondo.

El conocido antropólogo René Girard ha explicado acertadamente la importancia que tiene el deseo en la vida de los humanos. El último de los diez mandamientos no prohíbe una “acción”, sino un “deseo”. No prohíbe los “deseos impuros”, como dicen algunos catecismos. El texto bíblico dice literalmente: “No desearás la casa de tu prójimo; no desearás su mujer, ni su siervo, ni su criada, ni su toro, ni su asno, ni nada de lo que a tu prójimo pertenece” (Ex 20, 17).

Lo que se prohíbe, por tanto, no es algo relacionado con el sexo, sino con la justicia. Pero no sólo con la justicia, sino con algo que va más al fondo de las cosas. Como dice Girard, el legislador que prohíbe el deseo de los bienes del prójimo se esfuerza por resolver el problema número uno de toca comunidad humana: la violencia interna.

Pues bien, al llegar aquí, estamos tocando el fondo. España ha vivido asustada, durante muchos años, por la amenaza del terrorismo de ETA y de otros terrorismos. Pero ahora empezamos a darnos cuenta de que, dentro de cada uno de nosotros, todos, absolutamente todos, llevamos una fuerza y una fuente de violencia que es más destructiva de cuanto podíamos imaginar.

Y, puesto que hablar de víctimas está de moda, vamos a hablar de ese asunto, pero sin hacer trampas. Por eso, vamos a recordar a las víctimas del terrorismo, a las mujeres maltratadas y asesinadas, a los muertos y heridos en las carreteras, a los inmigrantes ahogados en cayucos y pateras, a los niños abandonados, a los ancianos que se mueren solos, a las familias que para tener una vivienda han hipotecado sus escasos ingresos hasta dentro de 20 o 30 años, a los trabajadores que en estos días se están quedando en paro, etc, etc.

Y si es que sinceramente no queramos hacer trampa al hablar de las víctimas, vamos a empezar por reconocer que la verdadera causa de tanto dolor y tanta desgracia radica en el deseo. Todos llevamos el deseo inoculado en la sangre que mueve nuestras vidas. Lo que pasa es que cuando el deseo dispone de medios eficaces para apoderarse de lo ajeno, entonces no se contenta con la casa del prójimo, ni con su toro o su asno, ni siquiera con su mujer, sino que organiza empresas gigantescas de construcción de viviendas con las que obtiene hasta el 150 por cien de beneficios; o monta proyectos de publicidad con los que le mete a la gente en la cabeza que tienen que comprarse las ropas de marca, los coches de marca, los relojes de marca, cosas todas que han sido fabricadas por esclavos, por niños, que ganan un dólar al día, trabajando durante horas interminables, para que nuestro deseo se vea satisfecho. Y así, cada día más y más. Hasta que hemos llegado a donde estamos. Y lo peor de todo es que no se trata sólo del deseo sin más, sino del “deseo mimético”, es decir, se trata de que el “el prójimo es el modelo de nuestros deseos”. De donde brota inevitablemente la rivalidad. Si mi vecino se ha comprado tal coche, tal casa o usa tal marca de ropa, yo no voy a ser menos. Y entonces nos encontramos con este proceso: si la imitación del deseo del prójimo crea la rivalidad, ésta, a su vez, origina la imitación. Con lo que el círculo de la violencia se estrecha y termina por ahogarnos a todos.

Es lo que ha ocurrido en los últimos años. Ha ocurrido en Estados Unidos y en Europa por causas que nos son conocidas. Pero lo que nadie dice es que detrás de esas causas (las hipotecas basura, los pelotazos urbanísticos, la voracidad empresarial….) está el motor del deseo mimético, que ha desencadenado la violencia más brutal. Por supuesto, la violencia de los terroristas y de las guerras. Pero, ¡por favor!, seamos serios: si nos ponemos a hablar de violencias, hablemos también de la violencia de quienes nos manipulan desde mercados asombrosamente ambiciosos. Y también de la violencia mimética descontrolada que se ha desatado en todos y por todas partes. Ha sido necesario el escándalo. Para que todos “tropecemos”, para que todos “caigamos” (eso significa el “skándalon” griego). Y así, empecemos a pensar que la solución vendrá, no el día que bajen los impuestos, ya que eso a quien favorece es a los ricos, ni el día que se controlen los salarios porque eso a quien perjudica es a los pobres, sino el día en que todos nos pongamos a controlar el deseo, para que nos movilice, no para imitar a los más afortunados, sino para resolver las necesidades de todos.

Esclavos

José María Castillo

Si las preocupaciones y estrecheces, que estamos pasando con la crisis económica, además de quejarnos y protestar de la mala gestión de los políticos, nos sirven para pensar en los problemas de fondo que tenemos planteados, comprenderemos que no todo lo que está ocurriendo es negativo

Si nuestras privaciones de ahora nos obligan a dejar a la generaciones futuras un mundo más humano, tendremos que concluir que estamos dando un paso importante. No todo es negativo en este momento. Digo estas cosas porque los apuros, que estamos sufriendo, me hacen pensar en los esclavos. No en los del pasado, sino en los del presente, los de ahora mismo.

Mucha gente piensa que la esclavitud pasó a la historia. Y pocos se dan cuenta de que, en nuestro avanzado siglo XXI, hay más esclavos que en los tiempos del imperio romano. Entre otras razones porque ahora tener esclavos es más barato que entonces.

Hace veinte siglos, sólo podían tener esclavos las gentes de dinero, los ricos, los potentados. Hoy, los que disfrutamos de la sociedad del bienestar, aunque el bienestar pase por una crisis (como ahora), todos tenemos esclavos. Y quiero destacar que, al decir esto, ni exagero, ni estoy utilizando frases que llamen la atención.

Lo que pretendo es que tomemos conciencia de que, en los tiempos modernos, la democracia y la esclavitud coexisten en lo que los economistas ven como una fuerte correlación directa, en otras palabras, ambos fenómenos muestran idénticas tendencias y uno condiciona al otro (Loretta Napoleonni). Desde que en 1950, el proceso de descolonización consiguió la libertad democrática para millones de ciudadanos (el caso de África es elocuente), el número de esclavos y esclavas creció y su coste cayó en picado. Hoy los esclavos, y esclavos baratos, son imprescindibles para que nuestras democracias sigan funcionando.

Me explico. Por supuesto, abundan los casos de compra y venta de personas que son imprescindibles para ciertos servicios: niños para la pornografía infantil o para el comercio de transplantes de órganos, mujeres de países del Este o de América Latina para la prostitución, niños para emplearlos en trabajos duros y ocultos, etc.

Pero todo eso, con ser tan grave, no es lo peor. Lo que más impresiona es pensar en la cantidad de cientos de miles de personas, sobre todo mujeres, que trabajan para la producción de ropa, calzado, objetos de marcas deportivas, etc, etc. Si por esclavos se entiende, en su versión moderna, las gentes que no tienen más salida en la vida que someterse a las diversas formas de trabajo, más o menos forzado, y prácticamente sin retribuir, que se realizan en no pocos países del Tercer Mundo, enseguida se comprenden dos cosas: 1) que los esclavos son legión; 2) que sin esclavos, las grandes multinacionales y buena parte del “mercado canalla” del que vivimos, no podría funcionar.

Todo esto es posible, entre otras razones, porque la mayoría de la gente no lo sabe. Yo me quedé de una pieza, hace unos años, cuando una tarde, en Guatemala, una niña de doce años que encontré en la calle me dijo que trabajaba, en una “maquila” de confección de ropa, de ocho de la tarde a ocho de la mañana. Y por doce horas seguidas, trabajando de pie, ganaba un dólar. Con eso le podía dar de comer a su mamá enferma y a dos hermanos pequeños. Así viven los esclavos de ahora. Yo sé que casos como éste son de sobra conocidos. Lo que me impresiona no es tal o cual caso concreto, sino el hecho de que la oferta de bienestar, que se nos hace a todas horas, tiene sobre nosotros más fuerza que los gritos de dolor de todo el mundo. Esto impresiona mucho cuando se piensa en serio.

Hace un par de años, leí un libro del reconocido profesor de Historia Contemporánea, de la universidad de Oxford, Timothy Garton Ash, que lleva el pomposo título de “Mundo libre”. En ese libro, el sabio historiador y analista del mundo actual dice: “Nosotros, los libres, nos hallamos ante una ocasión de proporciones gigantescas. En las generaciones anteriores, también para la gente que vivía en lo que se llamó ‘el mundo libre’, un mundo libre no era más que un sueño. Ahora podemos empezar a construirlo. Nunca ha habido tantas personas libres, y nunca nuestras posibilidades de ayudar a los demás a salir de la falta de libertad han sido tan grandes”.

No sé la información que maneja el profesor Garton Ash en cuanto se refiere a cómo funciona el comercio que hace posible que nosotros, los ciudadanos de Europa, de Estados Unidos y de Canadá, nos sintamos tan libres y nos veamos con tan alta vocación liberadora para bien del mundo entero. Lo único que sé es que, como el mundo siga en nuestras manos (como viene ocurriendo desde el proceso que arranca en 1492 y se agrava a partir del final de la segunda guerra mundial), la esclavitud seguirá aumentando en flecha, al mismo ritmo que nosotros vayamos saliendo de la crisis y viviendo mejor.

Me da por pensar que tenemos a la vista un futuro tan esperanzador como espantoso. A no ser que China apriete el acelerador y nos obligue a todos a hacer de este mundo un incesante y asombroso espectáculo como el que vimos el pasado día ocho, en la inauguración de los Juegos Olímpicos: miles de seres humanos convertidos en una impresionante máquina de marionetas.


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